El Pirata y la Sirena

por Victoria Vázquez //

 

Erase una vez, un pirata que surcaba los mares, siempre en busca de nuevos y enormes botines. Siempre había sido pirata, como su padre, y su abuelo, y su bisabuelo… y así desde que había llegado al mundo el primer pirata Morgan. Y éste había llamado también Morgan a su hijo, y él al suyo, y así sucesivamente.

A nuestro joven corsario, le gustaba decir que había habido un pirata Morgan, desde que los hombres habían construido el primer barco del mundo. Y como todos se llamaban Morgan, y heredaban el barco, la tripulación y el tesoro del padre al morir éste, todos pensaban que se trataba del mismo pirata, que era inmortal; por lo que todos le temían como al mismísimo diablo. Y por esa razón, Morgan se sentía como un miembro de la realeza: el rey de los piratas.

Cada vez que abordaba un barco, tras reducir a la tripulación y apoderarse del botín, seguían la misma rutina: Morgan repartía el tesoro entre los suyos, según su antigüedad y méritos. Esto es, que cuanto más tiempo llevara el marinero a su servicio, más botín conseguía. Y si además, había sido arrojado en el combate, le correspondían aún más riquezas.

Y así, toda su tripulación estaba contenta, y quería seguir a su lado, pues era toda una garantía, de que acabarían siendo los hombres más ricos del mundo.

Una vez concluido el reparto, ponían rumbo a su secreta isla pirata, donde cada uno tenía una cueva en la que guardar su parte, y después bebían y bebían hasta que se les acababa el ron. Y entonces seguían con el whisky, y luego con la cerveza, hasta que tan sólo les quedaba el agua del mar por beber. Después dormían días y noches enteros, hasta que Morgan decidía que debían volver a hacerse a la mar.

Y todos hacían siempre lo que su capitán decía, y eran la tripulación más obediente del mundo, pues el rey de los piratas salía victorioso de todos los abordajes. Y cada luna llena, cuando el mar se inundaba de esa radiante luz de plata, regresaban a su isla con el barco lleno de riquezas. Y a todos les parecía, que esa era una buena vida

Pero esta vez era distinta. Morgan no había bebido con ellos. Claro que, al abrir el tercer barril de ron, ya ningún pirata pensaba en ello.

El joven capitán se había quedado en su cueva, admirando su gran tesoro, a la luz de las antorchas. El oro brillaba por doquier, las piedras preciosas relucían, y las perlas le devolvían un arco iris nacarado. Sedas, terciopelos y oropeles cubrían las paredes, y alfombras persas, mullidas y tejidas con todos los colores del mundo, sembraban el suelo como un jardín en primavera.

Pero Morgan no era feliz…

Hasta ahora, había creído que tenía una buena vida: se divertía cazando barcos mercantes, se rodeaba de comodidades, y no tenía que deslomarse trabajando como los demás. Nadie le decía lo que tenía que hacer, ni cuándo hacerlo, y sus hombres acataban todas y cada una de sus órdenes, como hijos obedientes.

Y, sin embargo, hoy no veía la belleza de su tesoro. El oro y las gemas habían perdido su esplendor, las perlas se habían empañado, las esmeraldas parecían grises, puras baratijas, bellezas frías y vacías.

Y como ya no era capaz de admirar cuanto le rodeaba, su vida perdió sentido y sintió un gran vacío en el pecho.

Pasó toda la noche en el acantilado, escuchando las olas romper contra las duras rocas, hasta que su sonido le sumió en un sopor, que no tardó en convertirse en profundo sueño.

El sol de la mañana bañó con sus cálidos rayos su rostro, y, con la brisa cargada de olor a mar, le llegó una bellísima voz. El muchacho se incorporó, buscando de dónde provenía tan maravilloso sonido.

Y entonces la vio…

Estaba de espaldas a él, su larga cabellera caía por su espalda desnuda, en sedosos rizos del color del cielo, cuando tan sólo ha recibido el primer rayo de sol.

En sus manos llevaba un pequeño peine de coral que deslizaba por un sedoso mechón, y cantaba ajena al mundo que la rodeaba. Su voz era como el tintinear de campanitas de cristal, y, sin embargo, su canción era tan triste que golpeó con fuerza el rudo corazón del pirata.

Él se acercó lentamente a la mujer, sin hacer ruido, pues temía asustarla, y que huyera. Sin embargo, ella pareció advertir su presencia y se volvió. Sus ojos eran del color de las aguas más profundas, y su piel nacarada como las más perfectas perlas.

Morgan pensó que ninguna de sus joyas era tan hermosa, como la muchacha que le observaba desde la roca.

Y entonces, allí, dentro de su pecho, donde sólo había vacío, sintió algo que no había sentido nunca. Era como un aleteo, una presión, y un calor tan fuerte, que le dejaba el resto del cuerpo frío como el hielo que flotaba en los mares del norte.

Y supo que era amor…

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